Esta semana se ha dado a conocer la noticia de la cancelación del SIMO, la feria informática de referencia en nuestro país.
Durante los años en que realicé la carrera de informática, allá por el comienzo de los años noventa, creo que no falté a ninguna edición de esta feria. Entonces se celebraba en la Casa de Campo de Madrid, y desde la universidad se organizaban viajes de un par de días de duración, que algunos utilizaban para acudir al SIMO y otros los empleaban en darse una escapada por la capital.
Para mi la caída del SIMO es la caída de un símbolo, de una época en la que la informática, y por ende los informáticos, nos íbamos a comer el mundo.
Guardo muchas anécdotas de aquellos viajes, los que me conocéis ya sabéis lo dado que soy a contar batallitas, no lo haré hoy. Sólo decir que siempre me acompañó mi buen amigo Tomasón, y que juntos recorrimos aquellos salones inmensos cargados de bolsas de plástico y propaganda, emulando a esos hombres anuncios que ahora el alcalde de Madrid pretende prohibir. Éramos jóvenes y aquello era nuevo para nosotros: ordenadores portátiles, maquinaria que fabricaba CD y los grababa delante de nuestras narices, discos duros que apenas rozaban los cien megabytes, demostraciones, todas decepcionantes, de programas que transcribían el lenguaje hablado, impresoras enormes y ruidosas, pasillos de neón que albergaban la presencia en una urna de un flamante superordenador, probablemente un 486 recién salido al mundo. Todo ello antes nuestros ojos aún no saturados de tanta novedad efímera, de tantas palabras vacías y grandilocuentes, de tantos hombres enchaquetados, pavoneándose al son de la nada.
Poco después comencé a trabajar y desde entonces sólo acudí al SIMO un par de veces, para constatar su decadencia. Ahora iba, eso sí, en calidad de profesional y eso implicaba que podía acudir a la cita fuera del horario de fin de semana, con lo que se reducía drásticamente el número de niños y jovencitos, y además que, aunque seguía regresando con el mismo número de bolsas que antaño, ahora el porcentaje de bolígrafos que había en su interior había subido considerablemente.
Dicen que los grandes: Microsoft, Telefónica, HP… habían declinado su asistencia, que la crisis les había obligado a echar el cierre. Pero yo creo que el SIMO había caducado como un yogur viejo, que se había derrumbado víctima de su propio éxito. La última vez que acudí, el stand más popular era el que se encontraba junto a un coche superdeportivo. Debe ser frustrante gastar un dineral en promocionar tu producto para que al final las colas se formen junto a un flamante coche rojo, con el único objetivo de hacerse una foto.
Tal vez lo que sucede es que muchas de estas ferias han terminado por perder el rumbo, por olvidarse de la esencia y zambullirse en la anécdota. Cada año oía decir que aquel había sido el mejor SIMO, el más grande, el que contaba con más metros cuadrados de exposición, con más expositores, con más comerciales enchaquetados, con más bolsas…
He de reconocer, no obstante, que a pesar de todo, he sentido un cierto regusto amargo al escuchar la noticia. Debe ser que me voy haciendo mayor.
Durante los años en que realicé la carrera de informática, allá por el comienzo de los años noventa, creo que no falté a ninguna edición de esta feria. Entonces se celebraba en la Casa de Campo de Madrid, y desde la universidad se organizaban viajes de un par de días de duración, que algunos utilizaban para acudir al SIMO y otros los empleaban en darse una escapada por la capital.
Para mi la caída del SIMO es la caída de un símbolo, de una época en la que la informática, y por ende los informáticos, nos íbamos a comer el mundo.
Guardo muchas anécdotas de aquellos viajes, los que me conocéis ya sabéis lo dado que soy a contar batallitas, no lo haré hoy. Sólo decir que siempre me acompañó mi buen amigo Tomasón, y que juntos recorrimos aquellos salones inmensos cargados de bolsas de plástico y propaganda, emulando a esos hombres anuncios que ahora el alcalde de Madrid pretende prohibir. Éramos jóvenes y aquello era nuevo para nosotros: ordenadores portátiles, maquinaria que fabricaba CD y los grababa delante de nuestras narices, discos duros que apenas rozaban los cien megabytes, demostraciones, todas decepcionantes, de programas que transcribían el lenguaje hablado, impresoras enormes y ruidosas, pasillos de neón que albergaban la presencia en una urna de un flamante superordenador, probablemente un 486 recién salido al mundo. Todo ello antes nuestros ojos aún no saturados de tanta novedad efímera, de tantas palabras vacías y grandilocuentes, de tantos hombres enchaquetados, pavoneándose al son de la nada.
Poco después comencé a trabajar y desde entonces sólo acudí al SIMO un par de veces, para constatar su decadencia. Ahora iba, eso sí, en calidad de profesional y eso implicaba que podía acudir a la cita fuera del horario de fin de semana, con lo que se reducía drásticamente el número de niños y jovencitos, y además que, aunque seguía regresando con el mismo número de bolsas que antaño, ahora el porcentaje de bolígrafos que había en su interior había subido considerablemente.
Dicen que los grandes: Microsoft, Telefónica, HP… habían declinado su asistencia, que la crisis les había obligado a echar el cierre. Pero yo creo que el SIMO había caducado como un yogur viejo, que se había derrumbado víctima de su propio éxito. La última vez que acudí, el stand más popular era el que se encontraba junto a un coche superdeportivo. Debe ser frustrante gastar un dineral en promocionar tu producto para que al final las colas se formen junto a un flamante coche rojo, con el único objetivo de hacerse una foto.
Tal vez lo que sucede es que muchas de estas ferias han terminado por perder el rumbo, por olvidarse de la esencia y zambullirse en la anécdota. Cada año oía decir que aquel había sido el mejor SIMO, el más grande, el que contaba con más metros cuadrados de exposición, con más expositores, con más comerciales enchaquetados, con más bolsas…
He de reconocer, no obstante, que a pesar de todo, he sentido un cierto regusto amargo al escuchar la noticia. Debe ser que me voy haciendo mayor.
4 comentarios:
Supongamos, y sólo es una suposición, que es cierta la teoría cíclica de las edades históricas, y que el tiempo no es una línea recta que avanza vertiginosamente hacia la nada, sino que el transcurrir de los años forma parte del engranaje de una rueda condenada a transladarse al tiempo que rota sobre sí misma (permítaseme esta burda metáfora). Pues bien, si esto fuera cierto, estoy totalmente seguro de que a nosotros nos ha tocado vivir un segundo "Helenismo griego", una segunda "decadencia del Imperio Romano". Vemos como verdaderas instituciones, tradiciones y formas de organización se diluyen en este mundo globalizado, sometido a esa "dictión" o red que nos atrapa (igual que la Polis griega o la propia Roma fuero absorbidas por los imperialismos correspondientes). En fin, vemos caer el Simo, como tantos otros eventos que pasan a formar parte del pasado.
En fin, ¿qué podemos hacer ante el movimiento de la rueda, que además cada vez se mueve con mayor velocidad?
Un abrazo
J.J.M.R.
Si la historia gira cíclicamente, la pregunta sería ¿quién hará el papel de los bárbaros?
Mucho me temo que en la actual coyuntura nos ha tocado a nosotros un doble y antagónico protagonismo: sostener el imperio mientras lo destruímos.
Un abrazo.
Es posible que el mundo gire cíclicamente, pero entonces, en esta parte de vuelta que nos toca, si sabemos de esa posibilidad, debemos intentar reparar el camino y quizas los bárbaros los dejemos atras.
Otras cosas aunque nos empeñemos no son ciclicas: sólo en una parte de tu vida puedes ir un fin de semana al Simo y a Madrid, como un niño a una tienda de juguetes, amontonar bolsas, disquetes, bolígrafos, domir en el metro y en un portal hasta que te eche un vigilante jurado.
A los trinta y tantos se esta mejor.
Un saludo de Tomason.
¿Qué cara pondríamos, Tomasón, si nos dijeran que 15 años después, nos encontraríamos hablando del SIMO en un blog?
Eso sí que es un avance.
Un abrazo, y gracias por leerlo.
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