Este verano estuve en París, era la segunda vez que iba. La primera fue hace ocho años, justo en la nochevieja del año 2000, mi mujer estaba entonces embarazada de mi primer hijo. Estuvimos una semana recorriendo la Ciudad de la Luz, y reservé un día para acudir al cementero de Pere Lechaise para visitar la tumba de Jim Morrison. Desgraciadamente aquella visita coincidió con una tempestad que había recorrido el centro de Europa, había derribado árboles y había obligado a cerrar muchos monumentos, entre ellos el cementerio en donde estaba enterrado El Rey Lagarto. Me quedé con las ganas.
Este año fue distinto.
Sí, ya lo sé. En París están enterrados personajes más ilustres a los que visitar, en el caso de que alguien, como me sucede a mí, encuentre atractivo el hecho de recorrer tumbas. Ya sé que en Pere Lechaise, sin ir más lejos, está enterrado Oscar Wilde, y mi admirado Marcel Proust, pero ¿qué queréis que os diga? Hay razones que no se entienden, ni se explican, ni se motivan. Jim Morrison era un tipo especial.
Mi hijo me preguntaba el motivo por el que íbamos a ver esa tumba. - ¿Sabes? – le respondía – en cada uno de nosotros conviven varias personalidades, hay una parte en mi escondida, que es un espíritu libre, radical, salvaje. Es alguien a quien apenas permito que se exprese, pero que está ahí, y yo lo sé. A esa parte de mí sólo le interesan los tipos como Jim Morrison. Yo fui aquella mañana a ese cementerio sólo para complacer a mi lado oscuro.
Desde un punto de vista más racional, los Doors están demasiado sobrevalorados, la vida de Jim fue un suicidio lento, su cadáver joven, aunque avejentado, su mejor pasaporte a la gloria.
La tumba no era como yo recordaba de algunos recortes, era un simple cuadrado de piedra con su nombre y una frase debajo que no recuerdo bien. Estaba rodeada por una verja que impedía acercarse demasiado, sobre su tumba había restos de porros, cigarrillos, púas de guitarra, colgantes, amuletos… yo mismo contribuí a la degradación del sitio lanzando la pulsera vieja de mi reloj… a mi alrededor tipos bizarros que brindaban al aire, chicas lánguidas suspirando por un amor ya imposible y alguna lágrima etílica reluciendo al cielo de París.
Este año fue distinto.
Sí, ya lo sé. En París están enterrados personajes más ilustres a los que visitar, en el caso de que alguien, como me sucede a mí, encuentre atractivo el hecho de recorrer tumbas. Ya sé que en Pere Lechaise, sin ir más lejos, está enterrado Oscar Wilde, y mi admirado Marcel Proust, pero ¿qué queréis que os diga? Hay razones que no se entienden, ni se explican, ni se motivan. Jim Morrison era un tipo especial.
Mi hijo me preguntaba el motivo por el que íbamos a ver esa tumba. - ¿Sabes? – le respondía – en cada uno de nosotros conviven varias personalidades, hay una parte en mi escondida, que es un espíritu libre, radical, salvaje. Es alguien a quien apenas permito que se exprese, pero que está ahí, y yo lo sé. A esa parte de mí sólo le interesan los tipos como Jim Morrison. Yo fui aquella mañana a ese cementerio sólo para complacer a mi lado oscuro.
Desde un punto de vista más racional, los Doors están demasiado sobrevalorados, la vida de Jim fue un suicidio lento, su cadáver joven, aunque avejentado, su mejor pasaporte a la gloria.
La tumba no era como yo recordaba de algunos recortes, era un simple cuadrado de piedra con su nombre y una frase debajo que no recuerdo bien. Estaba rodeada por una verja que impedía acercarse demasiado, sobre su tumba había restos de porros, cigarrillos, púas de guitarra, colgantes, amuletos… yo mismo contribuí a la degradación del sitio lanzando la pulsera vieja de mi reloj… a mi alrededor tipos bizarros que brindaban al aire, chicas lánguidas suspirando por un amor ya imposible y alguna lágrima etílica reluciendo al cielo de París.
Metro y medio más abajo, la calavera de Morrisón, ajena a tanta expectación, se divertía jugando a los dados con nuestras sombras.
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