Durante los dos últimos años he estado escribiendo una novela. Durante este tiempo mis pensamientos, que habitualmente suelen rondar por lugares alejados de donde se ubica mi persona, se han centrado en un personaje y en una historia concreta. He ido a trabajar imaginando diálogos en mi cabeza, me he adormecido por las noches entremezclando tramas, me he reído, me he emocionado y me he sorprendido a mi mismo dando saltos de alegría.
El que imagina la trama tiene claro lo que quiere contar, primero sucederá A, después sucederá B y por último sucederá C. Pero una cosa es el imaginador y otra cosa es el escritor; cuando este último entra en acción, la cosa se complica. Resulta que para llegar desde A hasta B, hay que hacer un largo recorrido, no siempre grato, casi siempre difícil, en ocasiones poco agradecido. El imaginador aprovecha cualquier resquicio para seguir desarrollando el nudo y el escritor, sigue a la zaga, tratando de cumplir con su cometido de la manera más digna posible. A veces el resultado es decepcionante, pero en ocasiones la realidad supera la ficción.
Ahora, que el trabajo está cumplido, llega el momento de la incertidumbre. En esto también el escritor es distinto. Teme no haber estado a la altura, teme a la crítica, teme la indiferencia, el fracaso…
El imaginador, por su parte, suele ser optimista por naturaleza. ¿Qué sé yo lo que se le estará pasando ahora mismo por la cabeza? Cualquier disparate, cualquier recompensa adornada con el olor a la gloria y al éxito.
Construir castillos en el aire es como escribir en la superficie de un lago, no sirve para nada… pero yo, que soy el escritor cansado y, sobre todo, el imaginador desbocado, a día de hoy me siento en medio de la corriente y me dejo llevar por los laureles de los sueños.
El que imagina la trama tiene claro lo que quiere contar, primero sucederá A, después sucederá B y por último sucederá C. Pero una cosa es el imaginador y otra cosa es el escritor; cuando este último entra en acción, la cosa se complica. Resulta que para llegar desde A hasta B, hay que hacer un largo recorrido, no siempre grato, casi siempre difícil, en ocasiones poco agradecido. El imaginador aprovecha cualquier resquicio para seguir desarrollando el nudo y el escritor, sigue a la zaga, tratando de cumplir con su cometido de la manera más digna posible. A veces el resultado es decepcionante, pero en ocasiones la realidad supera la ficción.
Ahora, que el trabajo está cumplido, llega el momento de la incertidumbre. En esto también el escritor es distinto. Teme no haber estado a la altura, teme a la crítica, teme la indiferencia, el fracaso…
El imaginador, por su parte, suele ser optimista por naturaleza. ¿Qué sé yo lo que se le estará pasando ahora mismo por la cabeza? Cualquier disparate, cualquier recompensa adornada con el olor a la gloria y al éxito.
Construir castillos en el aire es como escribir en la superficie de un lago, no sirve para nada… pero yo, que soy el escritor cansado y, sobre todo, el imaginador desbocado, a día de hoy me siento en medio de la corriente y me dejo llevar por los laureles de los sueños.
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