Hoy el otoño se ha paseado por delante de mi casa, desempolvando chaquetas y dejando las aceras llenas de hojas, algunas de ellas todavía verdes, juguetes en las manos del viento. La temperatura ha bajado considerablemente. Yo no lo sabía, pero ahora que lo pienso, me pareció ver la otra tarde, hacia el atardecer, la sombra del viejo verano que se despedía. Y con él las marchas en bicicleta, los paseos por el campo, las tardes de siesta, las risas de mis hijos y mis sobrinos chapoteando en el agua, las noches al raso contemplando las estrellas.
A mi no me supone ningún cambio especial el cambiar de año, pero he de reconocer que el final del verano marca un antes y un después en el devenir de las cosas: Un nuevo ciclo, un nuevo curso, nuevas pretensiones, nuevas promesas, nuevas ilusiones…
Pero también la sensación de que algo de ti se marcha tras él, algo difícil de explicar, como una invisible capa de nostalgia que te cubre y te hace parecer, irremediablemente, más viejo.
A mi no me supone ningún cambio especial el cambiar de año, pero he de reconocer que el final del verano marca un antes y un después en el devenir de las cosas: Un nuevo ciclo, un nuevo curso, nuevas pretensiones, nuevas promesas, nuevas ilusiones…
Pero también la sensación de que algo de ti se marcha tras él, algo difícil de explicar, como una invisible capa de nostalgia que te cubre y te hace parecer, irremediablemente, más viejo.
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