Durante estos días estoy viendo una colección de reportajes que hizo RTVE sobre el NODO, aquel peculiar noticiario que acercó la realidad del mundo a los españoles de la posguerra y que se proyectaba obligatoriamente antes de cada película.
A menudo entrañable, casi siempre manipulador, adulador y terrible, fue el catecismo político con el que se formaron varias generaciones. El tono agudo, rimbombante y excesivo de los narradores es la banda sonora inconfundible que acompaña la figura de aquel hombre bajito y aparentemente anodino que era Franco.
Llama la atención en estos reportajes como la figura de “su excelencia, el jefe del estado”, es mostrada insistentemente con la aureola de una persona sesuda, cabal, inteligente, sabia y esposo amantísimo de su familia. No es de extrañar que las personas que durante tanto tiempo escuchaban esa imagen manipulada de la historia, tuvieran en Franco un modelo insuperable, casi místico, al que creer y seguir. Miente el que diga que, durante aquellos primeros diez o quince años, los españoles no estaban con Franco, todavía sorprende ver como más de dos millones de personas, pañuelo en mano, coreaban su nombre en una enorme Plaza de Barcelona.
¿Qué pensaría ahora el dictador, si volviera a nuestros días y viera su figura y su recuerdo ridiculizado y camino del olvido? ¿Qué pensarían ahora los millones de españoles que tenían puesta en él su confianza ciega? ¿Qué tono terrible emplearían aquellos narradores del nodo, para explicar semejante cambio de rumbo?
Aunque no de forma tan grotesca, yo pienso que seguimos siendo marionetas en las manos de los medios de comunicación, miramos lo que ellos quieren que miremos, olvidamos lo que ellos quieren que olvidemos, ensalzamos a los que ellos quieren que ensalcemos y odiamos a los que ellos quieren que odiemos.
A menudo entrañable, casi siempre manipulador, adulador y terrible, fue el catecismo político con el que se formaron varias generaciones. El tono agudo, rimbombante y excesivo de los narradores es la banda sonora inconfundible que acompaña la figura de aquel hombre bajito y aparentemente anodino que era Franco.
Llama la atención en estos reportajes como la figura de “su excelencia, el jefe del estado”, es mostrada insistentemente con la aureola de una persona sesuda, cabal, inteligente, sabia y esposo amantísimo de su familia. No es de extrañar que las personas que durante tanto tiempo escuchaban esa imagen manipulada de la historia, tuvieran en Franco un modelo insuperable, casi místico, al que creer y seguir. Miente el que diga que, durante aquellos primeros diez o quince años, los españoles no estaban con Franco, todavía sorprende ver como más de dos millones de personas, pañuelo en mano, coreaban su nombre en una enorme Plaza de Barcelona.
¿Qué pensaría ahora el dictador, si volviera a nuestros días y viera su figura y su recuerdo ridiculizado y camino del olvido? ¿Qué pensarían ahora los millones de españoles que tenían puesta en él su confianza ciega? ¿Qué tono terrible emplearían aquellos narradores del nodo, para explicar semejante cambio de rumbo?
Aunque no de forma tan grotesca, yo pienso que seguimos siendo marionetas en las manos de los medios de comunicación, miramos lo que ellos quieren que miremos, olvidamos lo que ellos quieren que olvidemos, ensalzamos a los que ellos quieren que ensalcemos y odiamos a los que ellos quieren que odiemos.
El tiempo terminará dejando a cada uno en su lugar. Ya me gustaría saber qué pensarán de nuestros gobernantes, de nuestro actual rey, de nuestro sistema político, de nuestras autonomías y de nosotros mismos que nos creemos tan libres, tan instruídos y tan modernos, los que habiten esta tierra dentro de setenta años
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