martes, 30 de septiembre de 2008

Ciencias o letras

A lo largo de mi vida me he visto envuelto en esta dicotomía en numerosas ocasiones. Es como si algún ser supremo hubiera decidido dividir la humanidad en dos partes: los de ciencias y los de letras. Si te decides por una o por otra, debes de saber que acabas de marcar tu destino.

Nuestro sistema educativo te enfrenta a semejante dilema en plena adolescencia, cuando la mayoría no tiene aún clara su verdadera vocación, o es una vocación llena de falsos estereotipos.

Si a mí, con los años que ahora tengo, me preguntaran por ello tendría clara la respuesta, pero en aquel momento decidieron otros factores, unos criterios a los que yo, con el paso del tiempo, he ido desvistiendo de valor.

Es verdad que al final la cabra siempre tira al monte. Aunque terminé la carrera de informática, sin pasión, y acabé dedicando mi tiempo a este mundo cambiante, vertiginoso y hueco de los ordenadores, paralelamente me formé en clases esporádicas de crítica literaria, en tertulias poéticas y charlas filosóficas, rodeado de libros en donde la proporción entre la literatura y la programación estaba muy desequilibrada.

Siempre me acompañó la pregunta ¿Pero cómo tú, siendo informático?

A lo largo de mi vida me he cruzado con la incomprensión de quienes no entendían, ni valoraban que alguien dedicara parte de su tiempo a escribir, y los otros, que me consideraban un intruso en su mundo, una especie de mueble incómodo, que no sabían dónde colocar ni cómo tratar.

El resultado final es que no me siento ni de ciencias ni de letras, me paseo por las avenidas de uno y otro saber, sin reparar en prejuicios, y desde mi atalaya observo la ignorancia de muchos letrados incapaces de resolver una regla de tres o de manejar una hoja de cálculo, y la de muchas mentes matemáticas incapaces de escribir más de dos líneas, mínimamente coherentes, sin cometer faltas ortográficas.

En algún momento de mi vida tuve la suerte de conocer a personajes de otra época y educación: Fernando Bravo, Valeriano Gutiérrez Macias, Edmundo Costillo… con quienes me siento identificado, escritores ya fallecidos, que habían leído a Homero, a Cicerón, que sabían realizar un soneto, filosofar, pero también debatir sobre la hermosa forma de mostrar la física del matemático Paul Dirac.

Siempre he pensado que es preferible ser aprendiz de mucho y maestro de nada. No creo que sea bueno centrar la vida en analizar una sola materia; no me apasionan los expertos. Yo creo en la curiosidad, en la diversidad, en la experimentación y en la osadía. Creo que el hombre del renacimiento adquirió una visión del mundo singular, con muchos más matices y colores que las que pueda tener un, por ejemplo, profesor universitario absorbido por, y sólo por, su propia especialización.

sábado, 27 de septiembre de 2008

Adiós a un mito


¿Quién no ha querido alguna vez ser Paul Newman?

sábado, 20 de septiembre de 2008

Un auténtico fantasma


Tras la charla del otro día, a la que me refería en la entrada anterior de mi bitácora, me ha venido a la memoria el siguiente relato.

¿Habría algo más prodigioso que un auténtico fantasma? El inglés Johnson anheló, toda su vida, ver uno; pero no lo consiguió, aunque bajó a las bóvedas de las iglesias y golpeó féretros. ¡Pobre Johnson! ¿Nunca miró las marejadas de vida humana que amaba tanto? ¿No se miró siquiera a sí mismo? Johnson era un fantasma, un fantasma auténtico; un millón de fantasmas lo codeaban en las calles de Londres. Borremos la ilusión del Tiempo, compendiemos los sesenta años en tres minutos, ¿qué otra cosa era Johnson, qué otra cosa somos nosotros? ¿Acaso no somos espíritus que han tomado un cuerpo, una apariencia, y que luego se disuelven en aire y en invisibilidad?

Es de Thomas Carlyle (1795-1881), escritor escocés cuyo retrato encabeza esta entrada.

viernes, 19 de septiembre de 2008

Los triunfadores de la evolución

Esta noche tuve la oportunidad de acercarme hasta la Sala Clavellinas de Cáceres para asistir a una charla del profesor Eudald Carbonell sobre los descubrimientos realizados en la Sierra de Atapuerca, en Burgos.

Es un tema que me interesa, sobre todo desde que hace unos años tuve la oportunidad de asistir a unos talleres de prehistoria que se celebraban, precisamente, en esa zona de la sierra de Burgos.

He de decir que la sala se llenó por completo, que era uno de los temores, pero también que la charla resultó algo decepcionante por la brevedad. Fue el típico acto en el que las presentaciones, en mi opinión poco afortunadas, superaron en tiempo al de la charla en sí. Y eso nunca es bueno.

No obstante escuchar a un tipo como Eudald nunca te deja indiferente. Me sorprendió, por venir de quien venía, las reiteradas apelaciones a la posibilidad de nuestra próxima extinción como especie, alegando motivos climáticos, bélicos, inmunológicos o de simple colapso numérico.

Yo creo que el paleontólogo tiene una visión de nuestra existencia distinta a la que tenemos el resto de los mortales. Ellos son especialistas en analizar indicios que permitan comprender lo que sucedió en el pasado, y comprendiendo nuestro pasado es más fácil imaginar lo que puede pasar en el futuro. Pero, a lo que iba, intentemos hacer un ejercicio de abstracción. Imaginemos que regresamos a la tierra dentro de muchos millones de años, y nos proponemos analizar lo que quede de nuestro planeta. Supongamos que nuestra especie termina extinguiéndose en un periodo no demasiado largo de tiempo, pongamos menos de mil años, al fin y al cabo hasta hace poco tiempo el ser humano no era capaz de autodestruirse en masa, ahora sí. Si eso sucediera nuestro peso en la evolución sería de una pequeña franja de 1 o 2 millones de años. Una miseria en términos evolutivos.

Hace unos días leí que si se comprimiera el tiempo transcurrido desde que se inició la vida en la tierra a un solo año, resultaría que la vida se originó el 1 de Enero, los dinosaurios aparecieron el 5 de Diciembre y se extinguieron el 24 de Diciembre, y la especie humana llegó en los últimos minutos del día 31.

De manera que si, como comentaba el profesor Eduald, nuestra extinción acontece más pronto que tarde podemos obtener una curiosa conclusión: Desde el punto de vista evolutivo la inteligencia no era la mejor arma para triunfar.

Tal vez el éxito estaba en la quietud de los helechos, en el caparazón de las tortugas, o en el hecho de saber volar…

Puestos a imaginar, qué bonito sería que la próxima especie que dominase la tierra invirtiera más en sentimientos y algo menos en inteligencia.

lunes, 15 de septiembre de 2008

El primer día del colegio

El primer día del colegio huele a libros nuevos, a mochilas limpias, a zapatos sin rozaduras… huele a niño llorando agarrado a las faldas de la madre, a profesores nerviosos, a padres que entremezclan emociones y que no saben cuando despedirse…

Los amigos se reencuentran, los enemigos se disimulan, los enamorados se atisban tímidamente, los temores de la noche anterior se atenúan, todo resulta más sencillo, al fin y al cabo, frente a la claridad de la mañana.

Pronto los patios rebosarán de sus gritos, los balones aburridos volverán a rodar por el suelo, regresarán los deberes, las fiestas de cumpleaños, los abrigos, las prisas. Las paredes se tapizarán con el olor rosado de la niñez y quien sabe si mañana, tras una de las esquinas del colegio, se esconderá el primer enfado, el primer beso en la mejilla o el más soñado de los goles.

viernes, 12 de septiembre de 2008

El final del verano

Hoy el otoño se ha paseado por delante de mi casa, desempolvando chaquetas y dejando las aceras llenas de hojas, algunas de ellas todavía verdes, juguetes en las manos del viento. La temperatura ha bajado considerablemente. Yo no lo sabía, pero ahora que lo pienso, me pareció ver la otra tarde, hacia el atardecer, la sombra del viejo verano que se despedía. Y con él las marchas en bicicleta, los paseos por el campo, las tardes de siesta, las risas de mis hijos y mis sobrinos chapoteando en el agua, las noches al raso contemplando las estrellas.

A mi no me supone ningún cambio especial el cambiar de año, pero he de reconocer que el final del verano marca un antes y un después en el devenir de las cosas: Un nuevo ciclo, un nuevo curso, nuevas pretensiones, nuevas promesas, nuevas ilusiones…
Pero también la sensación de que algo de ti se marcha tras él, algo difícil de explicar, como una invisible capa de nostalgia que te cubre y te hace parecer, irremediablemente, más viejo.

viernes, 5 de septiembre de 2008

La tumba de Morrison


Este verano estuve en París, era la segunda vez que iba. La primera fue hace ocho años, justo en la nochevieja del año 2000, mi mujer estaba entonces embarazada de mi primer hijo. Estuvimos una semana recorriendo la Ciudad de la Luz, y reservé un día para acudir al cementero de Pere Lechaise para visitar la tumba de Jim Morrison. Desgraciadamente aquella visita coincidió con una tempestad que había recorrido el centro de Europa, había derribado árboles y había obligado a cerrar muchos monumentos, entre ellos el cementerio en donde estaba enterrado El Rey Lagarto. Me quedé con las ganas.

Este año fue distinto.

Sí, ya lo sé. En París están enterrados personajes más ilustres a los que visitar, en el caso de que alguien, como me sucede a mí, encuentre atractivo el hecho de recorrer tumbas. Ya sé que en Pere Lechaise, sin ir más lejos, está enterrado Oscar Wilde, y mi admirado Marcel Proust, pero ¿qué queréis que os diga? Hay razones que no se entienden, ni se explican, ni se motivan. Jim Morrison era un tipo especial.

Mi hijo me preguntaba el motivo por el que íbamos a ver esa tumba. - ¿Sabes? – le respondía – en cada uno de nosotros conviven varias personalidades, hay una parte en mi escondida, que es un espíritu libre, radical, salvaje. Es alguien a quien apenas permito que se exprese, pero que está ahí, y yo lo sé. A esa parte de mí sólo le interesan los tipos como Jim Morrison. Yo fui aquella mañana a ese cementerio sólo para complacer a mi lado oscuro.

Desde un punto de vista más racional, los Doors están demasiado sobrevalorados, la vida de Jim fue un suicidio lento, su cadáver joven, aunque avejentado, su mejor pasaporte a la gloria.
La tumba no era como yo recordaba de algunos recortes, era un simple cuadrado de piedra con su nombre y una frase debajo que no recuerdo bien. Estaba rodeada por una verja que impedía acercarse demasiado, sobre su tumba había restos de porros, cigarrillos, púas de guitarra, colgantes, amuletos… yo mismo contribuí a la degradación del sitio lanzando la pulsera vieja de mi reloj… a mi alrededor tipos bizarros que brindaban al aire, chicas lánguidas suspirando por un amor ya imposible y alguna lágrima etílica reluciendo al cielo de París.
Metro y medio más abajo, la calavera de Morrisón, ajena a tanta expectación, se divertía jugando a los dados con nuestras sombras.