sábado, 22 de agosto de 2009

El paladar maleducado

I don't drink coffee, I drink tea my dear, decía sting en una de sus canciones más conocidas. Emulando al famoso Englishman yo nunca bebo café, solo te. Y no lo hago por esnobismo, ni por hacerme el interesante, simplemente me pasa que tengo un paladar poco educado.
No me gusta la cerveza, ni el vino, ni el whisky, ni el café… soy un bebedor analfabeto. Y bien que me pesa. Hace poco, en mi viaje a Escocia, visitamos alguna destilería y recuerdo especialmente el deleite con el que el orondo guía nos relataba cada uno de los diferentes tipos de licor que se almacenaban. No era difícil imaginarle sentado frente a su chimenea releyendo el periódico con uno de aquellos whiskys en su mano, mientras la lluvia arreciaba fuera. A mi nunca me pasará eso, y lo digo con nostalgia.
La culpa, no obstante, no es más que mía. Me rendí demasiado pronto a esos sabores y ahora…, si acudo con mi mujer a un restaurante no se me ocurre pedir otra cosa mejor que agua. Si me regalan botellas caras, yo las malgasto cocinando algún pescado, si con algún amigote tengo que aceptar la consabida caña, oculto con disimulo el desagrado que me provoca su amargor y si me invitan a un café siempre tengo que dar la nota pidiendo que me pongan un te.
¿Qué le voy a hacer? Intentaré enmendarme, aunque uno empieza a sentirse ya mayor para cambiar determinados hábitos.
Hablando de hacerme mayor, recuerdo que en la época en que se rodó el video de la canción de Sting con la que iniciaba la entrada, mi madre me hizo un guardapolvo negro (en aquella época las madres sabían hacer de todo), que se parecía mucho al que lleva el protagonista y con el que pasé la Navidad en Madrid. Recuerdo que el viaje duró casi 6 horas, en un tren que repartía el correo por cada una de las estaciones que llevaban a la capital. Veis, pidiendo en un bar no, pero caminando por el Paseo del Prado con aquel guardapolvo negro, me recuerdo de lo más moderno.
Por cierto, el saxo alto que acompaña la canción y el toque de jazz me parecen insuperables.

martes, 18 de agosto de 2009

Un atardecer


Hoy hemos regresado de vacaciones. De nuevo confiaba en tener Internet para conectarme a mi blog, pero no ha sido posible. A cambio he tenido la oportunidad de leer en calma y de alejarme por unos días de las teclas y el brillo de una pantalla.

Hemos viajado al Algarve portugués. A veces sucede que te esperas algo bueno de algún sitio y te defraudas, pero en otras ocasiones sucede lo contrario. Éste es el caso. Llegado el verano mi mente sólo piensa en el norte. Llevo mal el calor, llevo mal la rutina del paisaje seco y amarillo de mi tierra durante estos meses. Y tampoco me han atraído nunca las playas abarrotadas del Sur. Pero me equivoqué, el Algarve es hermoso, no es verde, ni desborda esa melancolía portuguesa que inunda las ciudades de un tono y un olor tan especial, pero sus gentes tienen el mismo carácter humilde y abierto del resto del país.

Hace poco leí una encuesta en la que se decía que algunos portugueses estarían interesados en pertenecer a España. Es curioso porque yo he pensado muchas veces lo contrario, que no me hubiera importado haber nacido en Portugal, me identifico mucho más con ellos que con otras regiones. Me gusta su idioma (creo que sus locutores de radio son los mejores del mundo) y presumo de no andar escaso de lo que ellos llaman “saudade”.

Hablando de saudade, durante estos días de vacaciones lo pensé a menudo, mis hijos tienen actualmente 9 y 6 años, junto con mi mujer formamos un bloque familiar de lo más compacto, nosotros actuamos de jefes de la manada, mientras nuestros hijos se dejan guiar, correteando continuamente a nuestro alrededor. Ayer mismo, en la playa, persiguiendo sus pies por la arena, jugueteando, arrastrado por sus risas interminables, sentía que aquello que me pasaba era lo más parecido a la felicidad. Lejos de obligaciones, de enfermedades, de tristezas… sólo sus risas, sus besos, mis mordiscos… comprenderéis si os digo que me hubiera encantado parar el tiempo en ese instante, impedir que los años fueran envejeciendo mis pasos y alejando a mis hijos hacía su propio destino, entenderéis que os diga que lo hubiera dado todo porque aquel atardecer durara para siempre.