martes, 18 de agosto de 2009

Un atardecer


Hoy hemos regresado de vacaciones. De nuevo confiaba en tener Internet para conectarme a mi blog, pero no ha sido posible. A cambio he tenido la oportunidad de leer en calma y de alejarme por unos días de las teclas y el brillo de una pantalla.

Hemos viajado al Algarve portugués. A veces sucede que te esperas algo bueno de algún sitio y te defraudas, pero en otras ocasiones sucede lo contrario. Éste es el caso. Llegado el verano mi mente sólo piensa en el norte. Llevo mal el calor, llevo mal la rutina del paisaje seco y amarillo de mi tierra durante estos meses. Y tampoco me han atraído nunca las playas abarrotadas del Sur. Pero me equivoqué, el Algarve es hermoso, no es verde, ni desborda esa melancolía portuguesa que inunda las ciudades de un tono y un olor tan especial, pero sus gentes tienen el mismo carácter humilde y abierto del resto del país.

Hace poco leí una encuesta en la que se decía que algunos portugueses estarían interesados en pertenecer a España. Es curioso porque yo he pensado muchas veces lo contrario, que no me hubiera importado haber nacido en Portugal, me identifico mucho más con ellos que con otras regiones. Me gusta su idioma (creo que sus locutores de radio son los mejores del mundo) y presumo de no andar escaso de lo que ellos llaman “saudade”.

Hablando de saudade, durante estos días de vacaciones lo pensé a menudo, mis hijos tienen actualmente 9 y 6 años, junto con mi mujer formamos un bloque familiar de lo más compacto, nosotros actuamos de jefes de la manada, mientras nuestros hijos se dejan guiar, correteando continuamente a nuestro alrededor. Ayer mismo, en la playa, persiguiendo sus pies por la arena, jugueteando, arrastrado por sus risas interminables, sentía que aquello que me pasaba era lo más parecido a la felicidad. Lejos de obligaciones, de enfermedades, de tristezas… sólo sus risas, sus besos, mis mordiscos… comprenderéis si os digo que me hubiera encantado parar el tiempo en ese instante, impedir que los años fueran envejeciendo mis pasos y alejando a mis hijos hacía su propio destino, entenderéis que os diga que lo hubiera dado todo porque aquel atardecer durara para siempre.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Precioso y melancólico final de vacaciones. Ójala se pudiera cumplir ese deseo una y mil veces y tuvieramos, como tienes tú, la capacidad de olvidar todo aquello que nos atenaza y nos impide ser libres.
Gracias, como siempre, por enseñarnos a ver la magia de las cosas con el alma de ese niño que todavía perdura en nosotros.