Hace unos años, en una celebración, coincidí con una niña pequeña que me llamó la atención, a pesar de tener pocos años, se pasó la mayor parte de la fiesta bailando. Nada le importaba las miradas de los demás, ni lo que pensaban los que se movían alrededor de ella, su único objetivo consistía en interpretar con su cuerpo lo que la música le transmitía.
Algunos años después volví a coincidir con ella. Me sorprendió esta vez que en cuanto comenzaron las primeras notas del baile, la niña huyó del salón y se refugió en un sillón apartada de todos. Cuando pude me acerqué a ella y le pregunté por el motivo de su enfado. ¿Acaso ya no te gusta bailar? No – me respondió – dicen que bailo igual que un pato.
Ignoro quien fue el culpable de truncar su carrera de bailarina, de amarrar con complejos su niñez de antaño, de hacerla mayor y encadenarla a aquel asiento gris. Sólo sé que sus ojos tristes en nada se parecían a los que tenía cuando, unos años antes, giraba una y otra vez sobre sí misma, libre como una peonza agitada al viento.
Algunos años después volví a coincidir con ella. Me sorprendió esta vez que en cuanto comenzaron las primeras notas del baile, la niña huyó del salón y se refugió en un sillón apartada de todos. Cuando pude me acerqué a ella y le pregunté por el motivo de su enfado. ¿Acaso ya no te gusta bailar? No – me respondió – dicen que bailo igual que un pato.
Ignoro quien fue el culpable de truncar su carrera de bailarina, de amarrar con complejos su niñez de antaño, de hacerla mayor y encadenarla a aquel asiento gris. Sólo sé que sus ojos tristes en nada se parecían a los que tenía cuando, unos años antes, giraba una y otra vez sobre sí misma, libre como una peonza agitada al viento.