lunes, 25 de mayo de 2009

Los uruguayos.

Ya sé que se dice de ellos que, como los argentinos, hablan demasiado, filosofan demasiado, embaucan demasiado. Pero qué les voy a decir, a mi los uruguayos me caen bien. Comenté en alguna ocasión que uno de mis cantores de cabecera es Alfredo Zitarrosa, uruguayo que durante un tiempo vivió exiliado en España y cuyas canciones, para que suenen bien, han de ser cantadas desde más allá de las propias entrañas. También es conocido por quienes me rodean, mi admiración por Mario Benedetti, desgraciadamente fallecido la semana pasada, y uno de los poetas y autores de cuentos más influyentes para los de mi generación. Recuerdo la fascinación con la que vimos, un grupo de poetas al que por entonces yo pertenecía, la película “El lado oscuro del corazón”, de Eliseo Subiela, en la que aparecían algunos poemas de Benedetti (uno de ellos recitados por él mismo, si no recuerdo mal en perfecto alemán) y de Oliverio Girondo, que terminamos por aprender y recitar de memoria. Descanse en paz el viejo maestro. Hace dos años, durante un viaje a Galicia, coincidí en la playa con un hombre mayor que se ganaba la vida alquilando barcas de pedales por la playa, aquel tipo era uruguayo, para mí razón suficiente para entablar conversación con él, si por conversación se entiende su monólogo vital que hacía palidecer y perder cualquier atisbo de importancia a mi propia existencia. Todo lo que yo trataba de contar, resultaba anodino al lado de las peripecias que había vivido aquel hombre. En cuanto aparecía por la playa, allá estaba yo para escucharle hablar. Para rematar la entrada diré que llevo toda la semana con una canción de esas que uno no es capaz de sacársela de la cabeza. Como ustedes bien imaginan, es de un autor uruguayo, solo seis años mayor que yo (como pasa el tiempo). Se llama Jorge Drexler, para muchos uno de los mejores cantautores actuales, los que no lo conozcan, por favor, no dejen de escucharlo.



martes, 12 de mayo de 2009

Hasta siempre, Antonio.


La música ha estado siempre presente a lo largo de mi vida, de una manera estrecha ha ido adornando cada uno de los pasos que he recorrido. Igual que con el olor, la música tiene la capacidad de remontar los recuerdos a lugares, a personas y a momentos que he vivido.

Hoy ha muerto Antonio Vega, ese cantante que arrastraba tras de si las hojas de la nostalgia, caminando con su guitarra en una mano y la muerte en la otra.

No era demasiado fan de Nacha Pop, pero recuerdo, allá por el año 1991 un concierto en Radio 3 de Antonio Vega, que grabé en mi viejo casete y que fue un absoluto descubrimiento. Aún no había sacado su primer disco en solitario y aquellas canciones inéditas me acompañaron intensamente durante muchos meses, con el regusto añadido de paladear lo desconocido; nunca me gustaron las canciones manoseadas.

Aquellos meses concerté con la que ahora es mi mujer, una de nuestras primeras citas. Para ella yo era entonces aquel chico alto que le había prestado una bolsa repleta de cintas de música, hasta el punto de que me llamaba: “el chico de las cintas”. Mi objetivo era enamorarla musicalmente, y organicé un viaje con el coche de mi padre, al lugar que, por aquel entonces, me resultaba más fascinante: la ciudad de Marvao, en Portugal.

Ella no iba suficientemente segura, por lo que se hizo acompañar de una de sus mejores amigas, y así marchamos los tres, una mañana de sábado, hacia las tierras del Alentejo con mis cintas de casete resonando en el viejo coche y reservando, para el momento adecuado, aquella grabación de Antonio Vega.

Aquel viaje no resultó tan especial como yo hubiera deseado, tardaría aún años en convencer, a aquella chica morena y tremendamente guapa, de que se convirtiera en mi mujer.

Entre medias, aún tuvimos la oportunidad de acudir juntos al Gran Teatro, a ver a aquel cantante desmejorado y frágil, acariciando su guitarra como un ángel triste.

Hoy, cuando me enteré de la muerte de Antonio Vega, sentí de verdad un escalofrío, y un nudo en la garganta. De repente empezó a resonar en mi cabeza una canción suya, y pude ver mi imagen, en aquel Kadett gris oscuro de mi padre, repleta mi cabeza de pájaros y de ilusiones, camino de Portugal junto a aquellas dos chicas… de ayer.

Y lloré.



lunes, 4 de mayo de 2009

Cosas intrascendentes


Hoy mi hijo ha cumplido 9 años. Me parece mentira lo pronto que pasa el tiempo, hace pocos años no era más que un bebé rubio y sonriente, que ocupaba el espacio entre mi mentón y mi ombligo, ahora…

Mi hijo nació cuando yo tenía 29 años. Lo suficiente como para tener todavía mi propia infancia muy presente. Por eso me sorprende ver que muchas de las cosas que yo hacía de niño ya no se hacen. Eso de estar todo el día en la calle, jugar al fútbol en la carretera, cazar tarántulas, encender hogueras, jugar a los bolindres, a las chapas… parecen asuntos de otro tiempo. No digo que mi infancia fuera mejor ni peor, lo que digo es que era distinta.

La figura del padre, por ejemplo. Yo apenas recuerdo jugar con mi padre de pequeño, es más, apenas recuerdo a ningún padre jugando con sus hijos por la calle. Ahora los padres nos hemos transformado en muchos casos en un amigo más de nuestros hijos. Salimos a montar en bicicleta juntos, jugamos al fútbol juntos y hacemos aventuras juntos. No me quejo, he de decir que lo pasamos fenomenal, sólo constato la diferencia.

Hoy, sin ir más lejos, hemos estado en el pueblo de mi mujer. En una pared de piedra se escondían decenas de arañas, de esas que realizan sus nidos en las oquedades. Cuando yo era pequeño nos divertíamos arrojando hormigas a esos agujeros, hasta que la araña salía y en un movimiento rapidísimo, cazaba a la hormiga y se la llevaba hacia dentro (otras veces colocábamos petardos para ver que pasaba). Me dí cuenta de que mi hijo, en sus nueve años, nunca había presenciado semejante ritual y le llamé. Cogimos una hormiga del suelo y la depositamos en la red de la araña. En un momento salió el terrible insecto y se apoderó de la hormiga. Tanto mi hijo, como mi hija que también andaba por allí, se quedaron con la boca abierta.

Sé que es un relato intrascendente, pero para mí el paso del tiempo siempre es un motivo de asombro. Cuando mis hijos echaron a correr para contarles a todos lo que había pasado, yo me sorprendí a mi mismo apesadumbrado por haber cometido la crueldad de poner al alcance de aquella araña, a la indefensa hormiga. Cuando era niño este pensamiento ni se me hubiera pasado por la cabeza.